jueves, 11 de marzo de 2010

SANACIÓN

Hace días acompañé a mi abuela al hospital para el protocolo de cada mes, visita al doctor, charla sobre los achaques y la familia y automedicación de antidepresivos; al llegar, la secretaria muy amable nos dijo que esperáramos pacientes nuestro turno mientras nos ofrecía un folletín cristiano. Dos filas de frente a nosotros yacía un hombre viejo, a destiempo, con el tormento hasta en la cara, que por alguna razón tenía mierda en los zapatos; tal vez lo sabía, sin duda lo sabía, pero con su mirada perdida entre lágrimas que por lapsos le brotaban, suplicaba silencio en la sala de espera. Giré la mirada y note que la gente lo miraba con rostro nauseabundo, los asientos a su alrededor permanecían vacíos excepto por mi abuela y por mí, en un acto involuntario de solidaridad. Mi abuela entonces extendió su mano hacia el anciano y comenzó una plática con él.
Comprensión tardía de la pulcritud de mi abuela.
Lo deduje la otra tarde, cuando sentados en la mesa, con los sedimentos esparcidos del café en las tazas, acerqué mis labios a las comisuras de los tuyos, y casi al instante desnudaste tu hipocresía diciendo que mi acto era atrevido, posaste tu cara en otra dirección; entonces me imaginé sentada en aquella sala de espera llorando no sólo por tener mierda en los zapatos, sino porque no sería dios ni tú quién extendiera el pañuelo de lino que ayudara a limpiar el llanto y mis zapatos.