sábado, 24 de abril de 2010

El agua está corriendo en todas direcciones

Hubo alguna vez en que Rufina me preguntó por qué siendo tan bellas éramos pobres, las más jodidas del pueblo, nunca supe que decirle; podía comenzar por cuestionarla sobre el origen de su rabia y codicia, pero en cambio sólo miraba el cuadro de un hombre en la cruz con los ojos inundados de dolor y pena.
Es cierto que mi mamá nos había dejado una herencia funesta, ella la había labrado con sudor, tabaco y escenas de cama dignas del mejor artista contemporáneo, pero nosotras, o al menos yo me negaba a hacer trueque con mi condición fértil. Yo lo que soñaba era encontrarme algún día con un buen hombre que me ayudara a sepultar mi vida de miseria y a mi madre. Pero volteaba la mirada y notaba a mi hermana tan falta de pan que, supe que tal vez el día había llegado. Me puse el vestido de mi primera comunión y salí de prisa a la iglesia, al entrar vi nuevamente a aquél hombre que yacía en la cruz, pero ahora lo sentí tan real que acercándome a él propuse entregarle mi cuerpo incorrupto a cambio de no volver a pasar hambre y burlas de la gente; me arrodillé ante él y con lágrimas en los ojos dije que podíamos lamernos mutuamente las heridas si él quería, recuerdo que él me lanzó una mirada astuta y me citó en el bar donde mi madre había dejado su juventud, mientras, aquél señor me lanzaba unas monedas para comprar algo de comer, lo obedecí y salí de prisa.
Cayó la noche, acosté a mi hermana y salí al encuentro con aquél hombre. Al llegar, él me esperaba con una copa en la mano y un cigarro consumiéndose en el cenicero, me invitó a tomar asiento y al hacerlo, extendió su mano escondiendo un billete entre los dedos, como agradeciendo la compañía. Me robó un beso y dijo que aunque era cierto que mi belleza era virginal no podría pagar para estar conmigo en un pútrido cuarto; porque, era como infectarse con la sarna de mis heridas, que mi cuerpo jamás valdría la salvación perpetua y que a él, Jesús, más que excitarlo le repudiaba ver como mis costillas se asomaban de mis extremidades. Se puso de pie, quitó su saco del asiento y se dirigió hacia la salida rodeada de ebrios faltos de fe, corrí hacia él y sujetándolo del brazo le rogué que me pagara por ser suya, como lo hizo mi madre en su tiempo; y apartándose de mí dijo que algún día el agua correría en todas direcciones, hasta entonces él se apiadaría.
Pasaron seis meses y Rufina ya con el olor a muerte en el cuerpo, apenas pudo mantenerse en pie para abrir la puerta, era Dios de nueva cuenta, venía por mi hermana para revestirla de gloria, la cargó tenuemente y dijo que su reino era para los arrepentidos, y yo, era sólo una cualquiera apestada con la purulencia que brotaba de las heridas, y dando media vuelta se alejó con mi hermana en brazos como él lo había predicho. Intenté correr tras ella, pero un tropiezo me hizo comer tierra.
Comenzó a llover y decidí regresar para morir en el lugar más viciado y desquebrajado como yo.
Aquél día llovió toda la noche. La barranca se desbordó, el agua por fin había corrido en todas direcciones, cerré los ojos y sentí como el agua tacaba mis mejillas.
Quizá en esta ocasión él acepte acostarse conmigo.